(Reflexiones sobre el proyecto La intención documental)
Felipe Victoriano
En vistas a precisar ciertos aspectos del proyecto de investigación La intención documental, me gustaría presentar acá algunas hipótesis de lectura que me han orientado últimamente y que se vinculan de manera directa con éste.
Desde una perspectiva introductoria, la “intención documental” nombra cierta actitud colectiva, cierta disposición subjetiva al registro técnico. Lo documental sería, en su forma más abstracta, en tanto documento o archivo, un soporte, un espacio de registro, una estructura de inscripción. Los sujetos no sólo registran permanentemente su existencia privada en estas estructuras de inscripción, sino que son también registrados por éstas de manera continua, constante. Un ejemplo interesante: en los conciertos de música (aunque pueden ser también en los museos, o incluso en el cine), cada vez más el público que asiste lo hace con el propósito de “registrar” el evento, más bien que a “presenciarlo”. Luego (de manera relativa, por cierto) esa persona pone a circular su registro, indexándolo en un gran archivo para su consumo. Se trata de una apreciación general: hoy, más que nunca, el ámbito de lo social se encontraría intervenido por esta necesidad de registro. No sólo habría una capacidad técnica ilimitada para ello, sino también una suerte de pulsión, de deseo. Tal vez esta sea la característica más decisiva del fenómeno: el hecho de que la intención documental nombre un deseo, y que, como tal, comprometa una dimensión interior, subjetiva de los individuos. En ambos sentidos: deseo de registro y deseo a ser registrado. Digamos que siempre ha habido deseo de registro, pero sólo hoy alcanza una dimensión masiva y penetra cada ámbito de lo cotidiano.
Debemos entender por registro la función primaria de la escritura y de los sistemas de notación que la conformaron: inscribir, archivar, proteger (encriptar), conservar. Todos estos verbos aluden a instituciones esenciales de la sociedad contemporánea y ponen de manifiesto el poder que detenta el signo escrito para nuestra cultura. Cómo este artificio técnico determinó el desarrollo de la ciudad, del Estado, de las religiones, la historia, la ciencia, el capitalismo, constituye una premisa esencial de lo que aquí quiero presentar. La escritura como registro es más esencial que como medio de comunicación. Se podría decir incluso que se convirtió en medio de comunicación porque registra. De las cientos de miles de tablillas de barro esparcidas entre el Éufrates y el Tigris, el lugar de nacimiento de la escritura cuneiforme, casi la totalidad de ellas son notas de registro, lo que en la actualidad podemos llamar, recibos, boletas.
La escritura fue la primera tecnología, el primer aparato de codificación que los humanos inventaron para registrar la vida. Se le puede objetar muchas cosas a esta hipótesis. Por lo pronto, de que ésta depende en el fondo del lenguaje humano, la lengua, cuya invención no sólo la antecede sino que la determina. Ciertamente habría que volver a definir la palabra escritura, y por cierto las nociones de codificación y registro, para romper la fórmula usual que supone este asunto; a decir, la determinación fonética de la escritura. Esta determinación es histórica, recorre buena parte de nuestra cultura y consiste, a grandes rasgos, en un privilegio de la palabra viva y, de manera particular, de la voz, por sobre el signo escrito. Este privilegio sería universal (historial, para usar un sentido más filosófico) y se habría definido hace unos 4.000 años atrás con la invención de la escritura. De este modo, todas las formas de escritura, todos los sistemas de registro, habrían cedido a la primacía de la voz, del phonè, en la medida en que éste, al ser interior, al provenir de la intimidad más propia del sujeto, estaría por tanto más próximo de la vida, estaría más presente ante ella. Incluso la escritura matemática, que ha sido un verdadero enclave no-fonético en nuestra cultura, ha cedido al imperio de las lenguas.
Sobre estos valores de proximidad, de presencia, de vida, la cultura grecocristiana (el helenismo) habría fundado su relación al logos. El “logocentrismo” denunciado por Jacques Derrida, en particular en ese libro tremendo, La gramatología (1967), cuyo horizonte crítico aún prologamos, sería justamente la especificación europea, dominante de esta deriva. Estaría en los Evangelios (primero el verbo…); en Platón, la filosofía primera; en los conceptos de Razón, discurso, cálculo, etc. Para resumir: la voz sería aquí un efecto de cercanía respecto a la sustancia pensante, por medio de la cual ésta se oiría a sí misma. El subjetividad moderna se escucha hablar, se auto afecta. Por su parte, la escritura, el signo escrito, sería en cambio una derivación técnica, suplementaria a esta proximidad, por lo cual estaría del lado de la muerte, del artificio, de lo inorgánico. La letra estaría muerta, disponible a la vida por cierto, pero como lo estaría una máquina, un dispositivo mecánico. Es esta metafísica entre lo vivo y lo muerto la que habría que tematizar cuidadosamente en esta formulación, puesto que de ahí deriva también la oposición entre lo natural y lo artificial que tantos problemas no da hoy al valorar el impacto social de lo tecnológico.
Cuando propuse el título de esta ponencia (antes de escribirla por cierto) tuve la impresión de que esta suerte de sintagma, Máquinas registradoras, contenía los elementos necesarios para transmitir dos ideas complejas. La idea de, por usar una vieja formulación, un momentum actual de lo tecnológico, esta suerte de disposición general que han adoptado los aparatos de registro para el mundo social. Pero también la idea de cierta insubordinación del algoritmo al fonema, cierto descentramiento que experimentaría la cultura alfabética con la irrupción masiva del registro. Me pareció que la fórmula resumía muy bien esta tensión, en la medida en que conserva una ambigüedad profunda entre el aspecto económico, contable, notarial de la máquina, y el aspecto codificante del registro, su dimensión criptográfica, escritural.
Toda máquina registradora es, en esencia, una máquina de escritura, un programa que registra las actividades más variadas de la vida común por medio de signos inscriptos. La máquina de escribir es alfabética, se encuentra sometida a la voz, en cambio la máquina registradora de un supermercado está sometida sólo a la inscripción del código, indiferente si es algebraico, ideográfico o un flujo de frecuencias. Enigma, la máquina de encriptación de los alemanes en la 2da. Guerra Mundial, que parecía una máquina de escribir, es precisamente una máquina de registro. Es un programa que registra la sobrecodificación de un signo convenido. El registro es toda la máquina. Los ingleses tuvieron que desarmarla para romper el código, para acceder a los registros y deducir su escritura. Esto hoy lo hace un teléfono celular que, mientras lo llevamos en el bolsillo, va geolocalizando nuestra posición a través de procesos de cifrado que traman otra escritura de nosotros mismos, y que escribimos día a día. Un texto de nosotros registrándose por medio de códigos que no podemos descifrar, en un espacio de inscripción al que no tenemos acceso.
En esta línea, me pareció interesante desacralizar la idea, bastante extendida por lo demás, de la originalidad actual que tendría lo tecnológico. Se ha hablado, desde la industria desde luego, de un momento inédito de inflexión histórico, La Singularidad, como le dicen, y esto ha tenido repercusiones en los modos de comprensión social del fenómeno. Incluso en ámbitos más específicos y sobre equipados como el académico, donde la gran mayoría de la información que circula es “publicidad” y los promocionales creado por la propia industria. Todo el campo abierto por la computación, la cibernética, la programación, etc., es un campo de escritura. No debiera por tanto sorprendernos que la llamada Inteligencia Artificial, el impacto que ha tenido en el sector industrial y financiero, y su consecuente masificación en el ámbito cotidiano, corresponda entonces a un momento particular de la historia de la escritura (que no es cualquier historia, como hemos dicho, sino acaso la condición de posibilidad de lo histórico mismo). Que en tanto programa, esté sujeta al grama, y con ello al signo instituido y al devenir de la inscripción en general. Que sea en el fondo, un efecto de escritura. No obstante, si lo que la IA pone en evidencia sería el descentramiento concreto del fonocentrismo. El origen de la voz sería ahora una escritura no fonética, puro registro, efecto de escritura. No obstante, habría que ver si este descentramiento, cuyas consecuencias son profundas por cierto, alcanza para “superar”, relevar al logocentrismo (el falogocentrismo) de esta escritura como registro.